Las monedas y yo

Desde que era pequeña veía al piso todo el tiempo. No por nada raro creo yo: como muchos niños me fascinaba conseguir monedas en el piso. Eran mi pequeño y brillante tesoro: la presa que buscaba en los recreos.

Por supuesto que al principio valían algo. Si conseguías una de las grandes, de cinco bolívares, estabas más cerca de comprarte un pan dulce, que costaba veinte bolívares. El precio de la Malta lo desconozco: nunca me gustó.

Las monedas de cinco bolívares eran grandes y emocionantes. Las de dos, y un bolívar también, pero tenías una meta a la cual llegar y conseguir una de estas dos simplemente daba a entender que estabas comenzando el recorrido. Hacia el pan dulce.

Cada vez se hizo más fácil conseguir monedas. No era difícil, pues cada vez valían menos y a la gente no le importaba perderlas. Pero yo regia, contenta me agaché todas las veces para recoger cada moneda. Aún cuando ya no valían nada. Todavía tenían algo de tesoro, de adquirir algo que alguien más había perdido y no podía reclamar.

Mi hermano y yo teníamos cada uno una alcancía repleta de monedas. Las conservamos, aunque cada vez las monedas valieran menos y el pote pesara más. Seguramente podríamos haber botado las alcancias, y no pasaba nada. Pero por alguna razón siempre pensé que pertenecían con la gente, aunque no valieran nada.

(En la misma tónica, en mi casa en Caracas todavía tengo montañas de billetes de 5, 10, 20 y 50).

Llegué a un país en el  que las monedas sí tienen valor. Y mi cacería prácticamente terminó. En seis meses recuerdo perfectamente cada moneda que he conseguido en la calle. Irónicamente, ha sido más común conseguir comida en la calle que monedas (comida que, por cierto, vale más que cualquier moneda con la que me he topado).

Re-semantizas las monedas. Ya no son un objeto brillante. Ahora tienen características, usos, funciones con más peso que un pan, y entiendes de verdad el valor del dinero en un lugar donde, simplemente, las cosas funcionan de una manera medianamente normal.

  • Las monedas de una libra son las “monedas de la lavandería”. No pregunte por qué que la respuesta es obvia: por lo menos donde vivo, las lavadoras y secadoras sólo aceptan monedas de una libra.
  • Las monedas de dos libras son “bonitas, pero no sirven para la lavandería”. Sí, valen más. Sí, tienen unos diseños muy lindos. No, no son prácticas. Son grandes y me fastidian.
  • Las monedas de cincuenta centavos son plateadas, grandes y flacas. Les tengo cariño. Porque estoy a otra moneda de ir a la tiendita más cercana para pedir que me cambien dos por una moneda de la lavandería.
  • Las monedas de veinte centavos son mis favoritas. Son pequeñas, hexagonales, y junto con una de cincuenta compro un té en la universidad. Junto dos, una de cincuenta y compro un café americano en la universidad.
  • Las monedas de diez y de cinco centavos son “coño, te voy a poder pagar exacto. Ya va, espera un momento” (con estas evitas la reproducción de las monedas. Resulta que cuando valen algo las conservas, y la cartera empieza a pesar).
  • Las monedas de uno y dos centavos son las que todos llaman “la porquería esa marrón”. Yo las llamo “el vuelto cuando compro Jaffa Cakes en la £99 store).

Me quedó la maña de ver al piso. Ahora sólo consigo “la porquería esa marrón”. Lamentablemente concuerdo con los demás. Y no porque sean las monedas con menos valor: lamentablemente mi tesoro ya no es brillante.